sábado, 28 de mayo de 2016

Benditas las palabras que salvan

El bullir de la gente, la multitud. Todo queda fuera, en otra dimensión, cuando tomas espacio en ese saloncito en el que sucede, con verdad inmensa, la desnudez emocional de dos personajes que se convierten en un tándem plagado de inspiración y creatividad, en dos piezas de un mismo puzle que se necesitan para completarse. 


Beber de la escena, nada más entrar, arma de calidez y dispone al espectador que enseguida transitará por emociones propias, por sensaciones que con fuerza acuden al encuentro; invitadas de excepción ante un espectáculo que no alardea en despliegues, sino que se encumbra desde la sencillez precisa. La que requiere la historia. La función comienza y el corazón dispuesto para recibir la belleza de estas palabras malditas. Más tarde de esos pasos nerviosos de una joven periodista -la primera piel de nuestra Sara-, expectante ante una entrevista importante que le ha sido concedida; oímos, desde el recuerdo que desencadena todo, palabras malditas en piel y corazón de Vicente Rincón, que las pronuncia desde la aflicción padecida al saber su vida en continua amenaza, desde una contención que expira sabor amargo a rabia apagada. La lectura de Rimbaud y Baudelaire le acerca a Clara Campos, y Clara a través de esas palabras recién descubiertas se abre a un universo nuevo y desconocido, un universo que le procura el conocimiento de sí misma también. La poesía, de repente, le permite acariciar esos anhelos que ni ella creía posibles desde su existencia. La descubre y la salva, se convierte en cómplice y de ese modo, en necesidad. Y entre Vicente y Clara una relación especial se va gestando al tiempo que se fraguan los poemas. Al tiempo que fuera estalla el horror incesante de la posguerra, cargado de dolor, desconsuelo y desamparo; ambos se conceden la licencia de la poesía, haciendo emerger una luz plena en medio de esa oscuridad amenazante a la que se enfrentan. Vicente y Clara entonces encuentran salida a la soledad y a la sinrazón de una época negra y comparten licor portugués, deseos, bailes, pasión, dolor, ilusión y amor por las palabras, amor por la vida a través de las palabras. 

En ese vaivén, el espectador, dejándose llevar, emprende desde la butaca un camino bien lleno en el que hay sombras pero también efervescencia, trazos brillantes que alumbran la desesperación y la inquietud ante la tragedia. Sobre la escena no hay actores interpretando, sino personajes siendo -y esto es parte de la magia luminosa de esta obra que te envuelve de vida-: sufren, sienten, padecen y transmiten pudor, miedo, dolor, verdad; navegan con las entrañas bien al servicio de la historia, del momento, y toman la mano del público para permitirles también este viaje que va mucho más lejos de esa pensión del Papagayo, más allá de la función. Perdura. 


Como perdura el aroma de nuestra Clara Campos, conformada desde la honestidad y el amor que Sara Casasnovas deposita con toda generosidad en ella. Nos llena de inmensidad la deshinibida Clara, la que ríe ajena, la que late sin medida y envuelve su paso de impuesto gozo, la que se muestra a medias, la que se tiñe de valentía para esconder fragilidad. Nos sume en un caudal de ternura esa Clara quebrándose ante la vergüenza de su intimidad contenida en palabras, desnudándose de piel. Nos sacude irremediablemente el corazón la castigada Clara y nos acongoja su dolor, el tormento y la decepción. Paseamos con ella por mil rincones del alma y la vemos latir sincera, siendo y estando a medida que escribe y comparte con Vicente ("No soy yo misma ni un segundo de mi vida... ¡Miento! ¡Ahora sí! Cuando estoy contigo, cuando escribo. Tan solo en este instante"). Y nos escuecen sus palabras, nos intimida su despliegue de ser, el reflejo de sus ojos llenos de todo.

Y desde aquí, desde esta obra que es regalo, sólo podemos reafirmarnos en la emoción profunda que sentimos cuando nos situamos frente a un personaje que nace de Sara Casasnovas. Poderío escénico desatado en esta ocasión a través de dos personajes completamente distintos, a través de la liberación de capas a medida que la función se desarrolla, a través de la evolución de Clara. Y reconocemos nuestra poesía en su trabajo sincero, que nos llena el corazón de un amor acunado de vida, desbordante de entrega.

No podemos más que invitaros a que descubráis la energía y la belleza que esconden las Palabras Malditas de Eduardo Alonso, con Sara Casasnovas, Míquel Insua y Luma Gómez. Teatro de verdad, del que sólo cabe respirar desde cada poro. Os aseguramos que se incrusta en la piel y se queda para siempre. El espectador vuelve a casa con la maleta bien cargada de palabras, amor y emoción pura.


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